Rodolfo Villarreal Ríos

La desmitificación de la historia: los tratados de Bucareli

La desmitificación de la historia: los tratados de Bucareli
Periodismo
Diciembre 05, 2015 09:07 hrs.
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El tópico sigue creando controversia a partir de una opinión distorsionada emitida por quien así cobró venganza porque su “gallo” no fue el elegido. Sí usted, lector amable, cuenta con un buen numero de años en las alforjas seguramente habrá escuchado o leído sobre la leyenda negra de los llamados Tratados de Bucareli o los “U.S.-Mexico Claims Convention.” Estos acuerdos fueron resultado de negociaciones realizadas, en el edificio ubicado en la calle de Bucareli número 85 en la ciudad de México, por representantes de los gobiernos de México y los Estados Unidos de América (EUA) durante el periodo del 14 de mayo al 17 de agosto de 1923. Como producto primario, se obtuvo el reconocimiento diplomático del gobierno estadounidense al mexicano. Sin embargo, a partir de ahí surgió la distorsión de que la patria había sido “vendida” y de que el presidente Álvaro Obregón Salido era un traidor. Y con eso crecimos un par de generaciones gracias a los historiadores oficialistas al servicio del sacrosanto “tatismo” quienes nos contaban lo malvado que fueron Obregón y Elías Calles quienes, decimos nosotros, tuvieron la osadía de gobernar bajo los principios del Nacionalismo Pragmático. Durante la mayor parte de nuestra vida, creímos aquello que se escribía u otros contaban al respecto. Todo ello, originado en nuestra infancia provinciana, cuando nos era común escuchar controversias y ponderaciones sobre Plutarco Elías Calles, Álvaro Obregón Salido, Manuel Pérez Treviño, Aarón Sáenz Garza y varios más quienes, en los 1920s, construyeron el nuevo estado mexicano. Inclusive, en una ocasión, durante la edad adulta, llegamos a discutir acaloradamente condenando los tratados mencionados sin antes tomarnos la precaución de revisarlos con detenimiento. Pero dejemos a un lado historias personales y vayamos a la desmitificación histórica hoy tan de moda.

En un país en donde glorificamos a los derrotados, siendo el único general invicto de la Revolución Mexicana, Obregón no caía dentro de esa narrativa para venderlo como “pobrecito y bueno.” En el caso de Elías Calles era imposible alabar a quien osó meter en cintura a la curia y además construyó el nuevo estado mexicano que, con aciertos y errores, fue capaz de cambiar el entorno del país. Para nada vamos a decir que ambos personajes fueran unas “almas de la caridad.” Actuaron de acuerdo a los tiempos que vivieron en donde de no tomar acción primaria, se pasaba a formar parte de la estadística. En ese contexto, cuando llegó la hora de tomar decisiones para seguir adelante, Obregón decidió apoyar como su sucesor en la presidencia al futuro estadista, Elías Calles. Ante ello, el tercer integrante de la trinca sonorense, Adolfo De La Huerta Marcor mostró su inconformidad y aquí empieza la historia que les vamos a narrar.

De la Huerta, entonces el secretario de hacienda, fue a presentarle su renuncia a Obregón como muestra de su discrepancia. Tras de discutir por un buen rato, según cuenta De La Huerta en sus memorias, le prometió al presidente que no renunciaría. Sin embargo, antes de irse a dicha reunión, el renunciante potencial había redactado la carta de dimisión correspondiente, misma que dejó en su casa en donde, previo a partir, recibió al periodista Martín Luis Guzmán quien ahí se quedó y procedió a husmear hasta encontrar una copia de la renuncia aludida. Al día siguiente, 22 de septiembre de 1923, en el titular del diario El Mundo, dirigido por Guzmán, se leía: “El señor Adolfo De La Huerta presentó anoche su renuncia.” El cintillo arriba del cabezal rezaba: “Los boletos para el campeonato de box se venden en López Num. 6.” Lo que aquello desató no fue un encuentro pugilístico sino una revuelta armada posterior al cese fulminante del encargado de las finanzas acompañado por una campaña de descrédito. Esto llevó a De la Huerta primero a declarar su candidatura presidencial y posteriormente encabezar la llamada “Revolución Delahuertista,” arguyendo su desacuerdo con los Tratados de Bucareli. Sobre esto, Aarón Sáenz Garza escribió, en “La Política Internacional de la Revolución Mexicana,” que durante el curso de las negociaciones Obregón sostuvo varias reuniones con los miembros de su gabinete para analizar lo concerniente a ellas y De la Huerta nunca expresó oposición alguna. La revuelta duró del 6 de diciembre de 1923 a febrero de 1924 cuando Don Álvaro volvió a calzarse las cartucheras y fue a poner en orden a los insurrectos tras de perderse siete mil vidas y el erario público erogara 70 millones de pesos. Sin embargo, aprovechando disponer de una pluma fácil, Guzmán se dedicó a escribir la leyenda negra de la dupla sonorense. Un ejemplo de ello es “La Sombra del Caudillo” que como novela está bien, pero a la cual como referente histórico le sobra maniqueísmo. Y por esos caminos transitarían otras plumas al referirse a los Tratados de Bucareli, los cuales veremos en qué consistían.

Como lo mencionamos arriba, entre mayo y agosto de 1923, se efectuaron las negociaciones en las cuales participaron por parte de México, Ramón Ross y Fernando González Roa y por los EUA, Charles Beecher Warren y John Barton Payne. Lo que nosotros conocemos como los Tratados de Bucareli estuvieron divididos en dos partes. Una, los Acuerdos sobre Reclamaciones Especiales (“Special Claims Convention”). Otra, los Acuerdos sobre Reclamaciones Generales (“General Claims Convention”). Los primeros, se relacionaban con los daños que los ciudadanos estadounidenses hubieran sufrido en sus bienes o personas derivados de las acciones armadas efectuadas en México entre el 20 de noviembre de 1910 y el 31 de mayo de 1920. Los segundos, se referían a los reclamos, no incluidos en los primeros, que los ciudadanos estadounidenses tuvieran en contra de México y los mexicanos en contra de los EUA. A esto, se anexaría más tarde los daños derivados de la asonada Delahuertista. Asimismo, los EUA aceptaban no recibir pagos en efectivo por la expropiación de tierras que se convirtieron en ejidos. A cambio, admitían bonos federales como forma de compensación. Por su parte, el gobierno mexicano establecía que dichos pagos no constituían un precedente para expropiaciones futuras de cualquier tipo y aceptaba limitar el tamaño de los ejidos. Antes de que los vayan a tachar de agachones, debemos de recordar que en el modelo original del Nacionalismo Pragmático de Obregón-Elías Calles, el ejido era simplemente un ente transitorio para llegar al modelo de la pequeña propiedad, no serían economistas pero sabían que para que la tierra sea fuente de desarrollo del país hay que cultivarla en algo más que macetas. En lo concerniente a los recursos del subsuelo, el gobierno mexicano se comprometía a respetar las decisiones que la Suprema Corte Mexicana había emitido, en Septiembre de 1921, declarando que el artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 no surtía efecto para aquellas propiedades que los estadounidenses hubieran adquirido antes del 1 de mayo de 1917. Para negociar todo eso, se crearían dos comisiones cada una integrada por tres miembros de los cuales uno designado por el presidente de México, otro por el de EUA y un tercero por acuerdo mutuo. En caso de no lograrse un consenso, se recurría al presidente permanente del consejo de administración de la Corte de Arbitraje Permanente de La Haya. Esto último creemos que en nuestros días, aquellos que tachan a Obregón de vendepatrias, no lo verían como un acto de traición, ¿o sí? Sin embargo, en 1923, las pasiones surgieron.

Tras de que el 8 de septiembre de 1923, se habían firmado los respectivos acuerdos de entendimiento, el 19 de diciembre de dicho año, los Tratados de Bucareli fueron discutidos en el seno del Senado Mexicano. Algunos miembros de dicho cuerpo legislativo, entre ellos el senador por Campeche, Francisco Field Jurado, lo consideraban una rendición de la soberanía nacional. En específico, se refería al artículo IX de los Tratados que establecía un pago en un plazo no mayor de 30 días o su restitución inmediata, algo que después se cambió como lo mencionamos líneas arriba. No sin que antes los esbirros del cerdo del sindicalismo, Luis Napoleón Morones, hubieran asesinado a Field Jurado. No obstante esto, las discusiones continuaron y el 28 de diciembre, las dos partes de los tratados fueron sometidas a votación. Los acuerdos generales fueron aprobados en lo general por una votación de 38 a favor y uno en contra, mientras que los acuerdos especiales eran ratificados por un margen de 42 a 5. En ambos casos, se dejó la discusión de artículo por artículo para sesiones posteriores. Durante dos meses estuvieron atorados en la discusión del ya invocado articulo IX y el articulo XVIII referente a como se realizarían los pagos. Finalmente, el 2 de febrero de 1924, ambas partes cedieron y llegaron a un acuerdo para ratificar los Tratados de Bucareli. Mientras tanto en los EUA, desde principios de diciembre, el presidente Calvin Coolidge los había enviado al Senado en donde estaban bajo análisis del Comité de Relaciones Exteriores, el cual finalmente los ratificaría el 23 de enero de 1924. Posteriormente, el 4 y el 16 de febrero, lo harían respectivamente el presidente estadounidense y el mexicano. Las ratificaciones fueron intercambiadas el 1 de marzo para que oficialmente fueran publicados el día 3 de ese mes. En el caso mexicano, los pagos por daños causados por la Revolución Mexicana a estadounidenses fueron concluidos el 19 de noviembre de 1955. Respecto a traiciones, triunfadores y derrotados resultado de los Tratados de Bucareli, la conclusión más objetiva que hemos encontrado es la provista por los historiadores estadounidenses, Eugene P. Trani y David L. Wilson en “The Presidency of Warren G. Harding.” Ahí, establecen que “México hizo pocas concesiones. Los tratados pudieron haberse firmado un par de años antes… Al final, los acuerdos de largo plazo fueron negativos para los Estados Unidos, pero finalizaron problemas temporales.”

Conocemos todas las leyendas etéreas, no hay documento que las sustente, que al respecto se crearon. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, los Tratados fueron producto de una combinación de factores que implicaron presiones y concesiones bi y trilaterales. Cuando las negociaciones dieron inicio, ya existían acuerdos entre los dos gobiernos, así como entre México y los hombres de negocios estadounidenses. La Suprema Corte de Justicia de México había emitido, en 1921, un veredicto respecto a la retroactividad del artículo 27 constitucional. El Acuerdo De La Huerta-Lamont estaba firmado. Además, las comunicaciones y negociaciones no oficiales entre los dos gobierno nunca fueron suspendidas. Obregón había demostrado que era capaz de ejercer el poder. Ante ello, el gobierno estadounidense no tuvo sino reconocer que era el momento de ayudarlo a consolidarse. En ello, iba implícito fortalecer los negocios estadounidenses en México y apoyar nuestro desarrollo económico. En consecuencia, los Tratados de Bucareli no significaron ni la rendición, ni la victoria para uno u otro país o para determinado sector económico; esto fue un acto de pragmatismo político y económico. En el caso de México, se demostró que era posible instaurar el Nacionalismo Pragmático aquel que sin dejar a un lado el amor a la patria es capaz de reconocer en donde se está ubicado con fortalezas y debilidades para, a partir de ahí, negociar con la mira puesta en el futuro. vimarisch53@hotmail.com

Añadido (1): Ansiosos fueron a mostrarse como adalides del combate al calentamiento global. Sin embargo, a nivel casero, ni una palabra sobre los estudios serios que muestran los efectos neurodegenerativos derivados de la contaminación ambiental. Eso queda para los alarmistas. En la ciudad de México, en el noveno día consecutivo de inversión térmica, les dio por organizar una carrerita contra la obesidad. ¿Alguien duda que estén preocupados por la salud de sus conciudadanos?

Añadido (2): Respecto al calentamiento global podemos dar fe del mismo. Llevamos quince días consecutivos inmersos en temperaturas entre menos veinte y menos diez grados centígrados. Ni quien lo dude, el planeta está ardiendo.

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